Ciencia Abierta y el cuento de la buena pipa

A mediados de mayo del 2008 salía de mi despacho en la Plaza Mayor de Salamanca cuando ya había dejado de hollarla la turba universitaria que marcaba el ritmo de la Plaza y la ciudad, y el teléfono empezó a sonar. Un buen amigo me anticipaba la invitación que me iban a cursar para sustituir a su jefa, recién nombrada ministra de Ciencia e Innovación, en el Encuentro Nacional sobre Política Científica y Tecnológica que se iba a celebrar en Cáceres de 21 al 23 de mayo de ese año.

El caso es que lo hicieron y, a pesar de la premura y de que tenía que preparar una ponencia, sin pensar demasiado, acepté hacerlo. La ponencia titulada “Las lógicas de los actores de la I+D” tenía que exponer la posición de las empresas respecto a la I+D, inmediatamente después de que Aurelia Modrego expusiera la posición de las universidades en representación de la COSCE. Me costó hacerla. Tuve que dejar de lado varias noches a Torquemada, no sé si en la cruz, en el purgatorio, con San Pedro o en la hoguera que era donde yo me sentía según me iba metiendo en harina. Me di cuenta de que no me quedaba otra que arremeter contra muchos de los mantras que formaban y todavía configuran el sistema de la ciencia, tecnología e innovación en España: “el problema de la ciencia en España es la falta de inversión privada”, “la innovación es un apéndice minúsculo de la I+D”, “la ciencia tiene que ser gobernada por los científicos”, “hay que tender puentes entre la ciencia y la sociedad”.  Lo hice entonces y lo sigo haciendo ahora, con escaso resultado como se puede observar en casi todo lo que se puede leer sobre ciencia, tecnología y sociedad.

Tras sortear las inacabables obras de la autopista de la Ruta de la Plata, llegué al hotel más lujoso de Cáceres, miré por las rejas que adornaban la enorme ventana de mi habitación y, para aliviar mi asombro ante tal despliegue de medios, salí a la calle a estirar las piernas y ver si encontraba un sitio abierto para tomar algo. No tardé en encontrarlo y, siguiendo en la sorpresa, dos amigos que no esperaba ver; estaban tomando algo en la barra. Precisamente había citado a uno de ellos en lo que pensaba contar al día siguiente. El autor del precioso libro “El carnaval de la tecnociencia” y del blog “Tecnocidanos” junto con el creador y principal impulsor de “madrimasd”, por entonces, el portal de referencia para cualquier interesado en la ciencia y la tecnología, hablaban de las dificultades y las trabas que les suponían escribir en Internet. Según ellos, el hacerlo no solo no servía para nada en su currículo, sino que estaba mal visto por sus colegas. Otra sorpresa más. Dos de mis referentes en la promoción de una manera de producir conocimiento científico y comunicarlo por ese medio, para que los procesos de hacerlo fueran más accesibles y abiertos a la sociedad, coincidían en que las objeciones surgían del propio estamento académico y científico.

Por esas fechas fue cuando se empezó a utilizar el término “Ciencia Abierta”. Como es muy común en las cosas de científicos e investigadores1 hubo discusión acerca de quién había sido el primero en utilizarlo, nada importante. Este movimiento surgido de la comunidad científica lo empapó todo: a la academia, a la industria y a todos los que formamos parte de su contexto social y se han escrito toneladas de papel al respecto. “Abrir la ciencia para cambiar el mundo”2 es uno de los mejores textos que he leído en el que, sin llegar a definir lo que es la ciencia abierta, define el contexto, lima todas las aristas que de él se derivan y amplia los horizontes de lo que está llamado a ser el cambio de un sistema que, todo indica, necesita renovarse.

Como ahí se dice, la Ciencia Abierta recupera las tesis de Merton en las que caracteriza a la investigación científica con unos rasgos peculiares que la distinguen de todas las demás actividades humanas. Son de dos tipos: internos e institucionales. Entre los primeros figuran la coherencia lógica y la confirmación empírica. Las características institucionales derivan de los primeros y se resumen en los principios nucleares que deberían regir todas las actividades de la ciencia: universalismo (todas las pretensiones de verdad que se defiendan han de ser evaluadas en términos de criterios universales o impersonales), comunismo (los descubrimientos científicos forman parte de la propiedad común, de forma que los científicos han de renunciar a la propiedad intelectual a cambio de reconocimiento y estima) , desinterés (los científicos son recompensados por actuar de una manera que aparentemente parece desinteresada) y escepticismo organizado (todas las ideas deben ser probadas y están sujetas a un escrutinio comunitario riguroso y estructurado )3.

Bruno Latour, menos morigerado que Merton y sin rebatir sus principios los matizó, más bien los amplió, sobre la base de su experiencia en la cuna de los estudios sobre complejidad, el Instituto Salk de California, en la obra que escribió interaccionando allí con Steve Woolgar4. Latour defiende que el contenido conceptual de la ciencia está determinado por el contexto social. Para lo que nos ocupa, la Ciencia Abierta, ¿cómo es posible que en un mundo conectado por Internet siga siendo este el medio subalterno en el reconocimiento de la producción científica?

Las revistas científicas aparecieron en el siglo XVII, pero funcionaban más como boletines, y sus procesos de selección de artículos iban desde «imprimimos lo que tenemos» hasta «el editor le pregunta a su amigo qué piensa». eran simplemente los científicos contándose sus historias y compartiendo hallazgos. A veces, no podían obtener suficientes artículos para publicar, por lo que los editores tenían que rogar a sus amigos que enviaran manuscritos o llenar el espacio ellos mismos. Todo eso cambió después de la Segunda Guerra Mundial y su derivada, la Big Science. Los gobiernos invirtieron fondos en investigación y convocaron la revisión por pares para asegurarse de que no estaban desperdiciando su dinero en propuestas sin fundamento. Esa financiación se convirtió en una avalancha de artículos, y las revistas que antes luchaban por llenar sus páginas ahora luchaban por elegir qué artículos imprimir. Revisar artículos antes de su publicación era excepcional hasta que, en la década de 1960, se volvió común. Hoy es algo universal y pobre de aquel que no lo acepte, nunca será “excelente”, la vara de medir el trabajo científico, aunque, la verdad, hace tiempo que hay muy pocas cosas excelentes, casi todo es darle vueltas a lo que descubrieron otros. Lo que produce una inabarcable cantidad de artículos publicados. En 2004, se publicaban en el mundo unas 24.000 revistas que sacaban a la luz unos 2.500.000 artículos (papers) al año5.

El sistema científico público mundial se caracteriza por producir un conocimiento de libre divulgación y se fundamenta en una carrera por publicar. En el ámbito de la producción de conocimiento, por ahora, tenemos un modelo único para todo el planeta en el que la mayoría de la investigación que se lleva a cabo se realiza gracias a fondos públicos y, sin embargo, la publicación la realizan empresas privadas que sólo permiten la difusión de la ciencia mediante el pago de costosas suscripciones.

El reconocimiento de una “excelencia” es condición de supervivencia académica que tiene el desafío de publicar en una revista de primera categoría, desafío que impone a los científicos concebir su investigación a partir de lo que requieren esas revistas y adaptarse a las condiciones que ellas imponen. Los autores quieren que su trabajo se lea, se acepte, sirva de base, se aplique, se utilice y cite. También quieren el sello cronológico que marca la revista, con el fin de establecer su prioridad por delante de otros científicos que trabajen sobre el mismo problema. Con estos mimbres, se sentaron las bases de un negocio muy lucrativo en el que el conocimiento que se genera con fondos públicos sirve de base para engordar unas publicaciones, muchas veces cobrando por ello y que luego, también, cobran por suscribirse a ellas. En conjunto hablamos de un negocio de unos diez mil millones de euros al año y al que se le calculan márgenes de beneficio cercanos al 30%. Elsevier, el mayor emporio editorial tiene en su catálogo unas 2000 revistas, lo que le supone beneficios de hasta 600 millones de euros6. En España, las universidades españolas y el CSIC se van a gastar 170 millones de euros en cuatro años (una media de 42,5 millones al año) en pagar a cuatro grupos editores de revistas científicas para que sus empleados puedan publicar y leer los artículos de investigación que publican7. Hemos construido un sistema despilfarrador y paradójico.

Los partícipes en este negocio: editoriales, clientes y clientes proveedores son los primeros que ponen trabas a cualquier cosa que implique cambios en la forma de hacer las cosas tal y como propone la Ciencia Abierta. Los primeros porque solo piensan en su cuenta de resultados y los otros al sustituir el fin de su trabajo, la investigación, por el medio para comunicar su actividad tiene con el riesgo de que finalmente se confundan las dos cosas8. Los investigadores y los responsables políticos, que riegan con financiación a los trabajos más publicados, encontraron un mecanismo de estímulo y control sin tener que juzgar los descubrimientos. Un error que, como estamos viendo, da pábulo al florecimiento de todo tipo de trampas y malas prácticas que solo buscan las primeras posiciones en las listas.

Por otra parte, hay científicos que siguen pensando como Tomás Nevinson, el personaje al que probablemente Javier Marías dedicó más palabras, cuando se preguntaba: “¿Por qué ha de tener la gente parte en lo que ignora, es más, en lo que no le interesa? ¿A la gente le interesa la astrofísica, la neurocirugía, las innovaciones tecnológicas, la exploración del espacio? Claro que no. Lo único que desean es ver resultados, beneficios, eficacia. Y para eso, lo mejor es que se ocupen los que tiene visión, proyectos y conocimientos verdaderos, que siempre han sido unos pocos en todo lugar y tiempo, y también lo son ahora”.  Se equivocaba Nevinson y se equivocan quienes piensan que la ciencia no puede funcionar sin elaborar ella misma sus propias cuestiones, a resguardo de la urgencia y la deformación inherente a las contingencias económicas y sociales. No hay duda que no habrá inteligencia pública de las ciencias si los mismos científicos no adquieren ese gusto. La ciencia abierta es la nueva oportunidad para hacer del conocimiento lo que es, un bien común. Y para ello, del mismo modo que a los científicos les gusta exponer sus criterios, deben escuchar a los demás.

Citas

  1. https://es.wikipedia.org/wiki/Ciencia_abierta
  2. Antonio Lafuente, 2020. “Abrir la ciencia para cambiar el mundo”, Queen’s University Library’s disponible en: https://digital.csic.es/handle/10261/220430
  3. Robert K. Merton (1977), «Sociología de la ciencia» Alianza Editorial
  4. Bruno Latour, (1992). «CIencia en Acción», Editorial Labor
  5. Antonio Lafuente, (2004) “Bien común y Open Acess”, disponible en: https://digital.csic.es/handle/10261/2948
  6. Antonio Lafuente (2004) op. cit.
  7. El Diario, 29 de enero de 2023. Disponible en: https://www.eldiario.es/sociedad/cuatro-editoriales-cobran-170-millones-cuatro-anos-universidades-espanolas-csic-leer-publicar-articulos-
  8. Alonso Rodríguez Navarro (2022) “Cómo medir el éxito científico” Ed. Aula Magna Proyecto clave McGraw Hill
El papel crucial de PD-1 y LAG-3 para el desarrollo de inmunoterapias innovadoras frente al cáncer
Proyecto “Tú (también) puedes hacer ciencia”

About the Author: Cesar Ullastres

Economista que ha trabajado durante más de 45 años como directivo en empresas e instituciones. Ha publicado libros y artículos sobre política científica, innovación, infotecnología y biotecnología. Ha sido profesor, en las áreas de estrategia empresarial, innovación y creación de empresas, en diferentes universidades y escuelas de negocio.

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